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El dilema del artista y el monstruo

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Roman Polanski, Woody Allen, Bill Cosby, William Burroughs, Richard Wagner, Sid Vicious, VS Naipaul, John Galiano, Norman Mailer, Ezra Pound, Caravaggio, Floyd Mayweather. Todo empezó con una lista de nombres de hombres. Entre las mujeres, Joan Crawford o Sylvia Plath (pero… ¿la violencia contra una misma cuenta como violencia?), así que siguió con los hombres. Pablo Picasso, Miles Davis, Phil Spector… y cuando la tarea se le volvió tan cuesta arriba como a Sísifo, la periodista Claire Dederer notó que la lista expresaba un dilema de época: son todas las personas acusadas de hacer algo horrible pero que también hicieron algo grandioso

 

¿Es posible separar la obra del artista? Un ensayo corre el foco de atención desde el creador hacia el público.

 

es Monstruos: el dilema de un fan, el libro recién publicado en los Estados Unidos, Dederer corre el foco de la atención desde el artista hacia el público. ¿Cómo debería reaccionar un fan de las películas de Polanski o un aficionado al pugilismo de Mayweather? “Lo horrible interrumpe la obra”, escribe Dederer: “No podemos ver, escuchar o leer la obra sin recordar lo espantoso. Inundados con el conocimiento de la monstruosidad del hacedor, nos alejamos, abrumados por el disgusto. O… no. Seguimos observando, separando o tratando de separar al artista del arte. De cualquier manera: disrupción”. Dentro de la cultura de la cancelación, la reacción instintiva es, justamente: cancelar. Sin embargo, Dederer, que empieza el libro con dos ensayos personales acerca de lo que significaron las películas de Polanski y Allen para ella, propone un cierto tipo de negociación ahí donde la palabra monstruo adquiera un nuevo significado (en este contexto, “alguien cuyo comportamiento interrumpe nuestra habilidad de incorporar su obra en sus propios términos”) y siempre que se pueda lidiar con la mancha: la sombra que una biografia proyectada sobre una pieza de arte.

 

“Los monstruos son simplemente personas”, escribe Dederer y enumera el machismo de Picasso o Hemingway, los abusos de Michael Jackson y el antisemitismo de Virginia Woolf como ejemplos del problema. Y si hubo mujeres que fueron malas madres, y hasta abandonaron a sus hijos para dedicarse a su arte, ¿existe la doble vara para distinguir la monstruosidad femenina de la masculina? es Monstruos, la autora se sugiere más piadosa que verduga y con un uso hábil de la segunda persona del singular increpa al lector (sí, usted) para que asuma las consecuencias éticas de abrir juicios morales sobre los demás sin reconocer los defectos propios. Está bien, es probable que nunca haya hecho nada como lo que hicieron los de la lista, ni lo malo pero lo bueno tampoco, aunque es oportuno preguntarse si la brutalidad de Picasso impide la admiración por el Guernica o, más todavía: ¿y si el artista necesita de la monstruosidad para crear algo genial?

 

No hay arte sin dolor. En todo caso, se me ocurre que el límite es el dolor de los demás: ningún cuadro, disco ni película valen más que el daño infringido a otro. Pero si Hemingway quiso chupar hasta quedarse bizco, y de una de esas borracheras salió El viejo y el mar (“escribí borracho y corregí sobrio”, decía)… allá él. El dilema del artista, o del humano en definitiva, se resume en la pregunta de Clarice Lispector, otra virtuosa escritora con claroscuros, que inaugura el libro: “¿Quién no se preguntó alguna u otra vez: soy un monstruo o es esto lo que significa ser una persona?”.

 

Publicado en La Nación

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