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Pánico y locura en las sobremesas

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Alucinaciones, delirios, voces, letargos y ataques: cada sobremesa, un suplicio. La casa de la familia Galvin se había vuelto un manicomio cuando Donald, el mayor de los doce hijos, fue diagnosticado con esquizofrenia. Y después Jim, el segundo. Y después Brian. Y Joe. Y Matt. Y Pedro. En total, media docena de hijos, todos ellos atléticos, inteligentes y vigorosos, perdieron la chaveta y el fenómeno insólito es el tema de Los chicos de Hidden Valley Roadla monumental crónica del periodista estadounidense Robert Kolker recién publicada aquí: una investigación sobre la vida mental de una típica familia suburbana de la segunda del siglo XX o el caso testigo mitad de lo que ocurre cuando el gran sueño americano se transforma en pesadilla.

 

La monumental crónica de Robert Kolker es una investigación sobre la vida mental de una típica familia suburbana de la segunda mitad del siglo XX.

 

“Ser miembro de la familia Galvin consistía en volverte loco o en ver cómo enloquecía el resto de tu familia”, escribe Kolker: “Crecer en un clima de perpetua enfermedad mental”. El asunto fue un hallazgo para la ciencia, tanto que llamó la atención del Instituto Nacional de Salud Mental de los Estados Unidos por su probabilidad única: mientras aún se discute si la esquizofrenia es provocada por la herencia genética o el ambiente de crianza, los Galvin. ofrecen un ejemplo clínico incomparable, todos ellos con los mismos genes y cuidados, pero algunos enfermos y otros, sanos. En su crónica, Kolker conjuga capítulos de anécdotas familiares encabezados por los nombres de los padres o los hijos con otros que documentan avances y retrocesos en las investigaciones sobre el gran misterio de la enfermedad más desconcertante, desde las disputas entre Freud y Jung hasta los psicofármacos. de última generación. En cualquier caso, el de los Galvin es un drama: “Una de las consecuencias de sobrevivir a la esquizofrenia durante cincuenta años es que, antes o después, la cura se vuelve tan dañina como la enfermedad”. Cada mañana, el café con leche se acompañaba con tostadas y Thorazine, Stelazine, Haldon, Prolixin y Artane, un cóctel de pastillas para aliviar los síntomas, las maneras diversas que tiene el mal de presentarse.

 

Para la estadística, la docena de hijos de los Galvin abarca exactamente el período del Baby boom porque el primero nació en 1945 y la última, en 1965. Si toda una literatura norteamericana de posguerra se enfocó en la angustia del suburbio (como el nadadorde John Cheever, o Diario de una ama de casa desquiciada, de Sue Kaufman), los Galvin también fueron un modelo de la tensión de la apariencia: Mimi, la madre, se pasó media vida tratando de mantener intacta una imagen de familia intachable, criada en la obligación de poner buena cara y sonreír en público. Mientras el horror se desataba puertas adentro. La generación de nuestras madres y abuelas adquirió un doctorado en la práctica de fingir que todo es de lo más normal, incluso cuando se vive rodeado de insanía: un mandato de cordura o la fachada de normalidad.

 

Se viene el estallido: en Los chicos de Hidden Valley Road, Kolker transmite la sensación de urgencia de una mesa donde los platos pueden volar por el aire, en una relación que se propone “encontrar un modo nuevo de entender lo que significa ser una familia”. Ahí donde se diga que cada casa es un mundo, a los Galvin les tocó entonar el estribillo de Los locos Addams: una familia muy normal.

 

Publicado en La Nación

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