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Pequeño manifiesto a favor del spoiler

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mil asesino es el mayordomo. Alguien tenia que decirlo. Si ésta fuera la reseña de una novela de Agatha Christie debería haber advertido: “¡Alerta revelación!”. Pero no, es todo lo contrario. Es un pequeño manifiesto que busca discutir una tara de la época: la fobia al revelación (un sustantivo derivado del verbo en inglés que significa estropear), tan paralizante como la que se tiene a las arañas o los aviones. Entre todas las conductas detestadas por la urbanidad civilizada, incluso más que sonarse los mocos con el mantel o cortarse las uñas en el colectivo, la peor es espoilear el final de una película o una serie: recibe la reprobación social inmediata. “¿Cómo que el villano es el padre del héroe? ¿Y que no estaban perdidos en una isla sino muertos en el limbo?”, se pregunta y se censura. El que revela la última revelación de una obra es tan reprobado como el que avisa al cumpleañero, con malicia o por torpeza, que le preparan una fiesta sorpresa. pero el revelaciónacusado de ser amortiguador de emociones y asesino de sobresaltos, no es tan malo.

 

El revelaciónacusado de ser amortiguador de emociones y asesino de sobresaltos, no es tan malo.

 

La fobia al revelación apareció hace poco tiempo, recién cuando los consumos culturales se individualizaron: la televisión dejó de ser una experiencia colectiva que demostró certeza y previsibilidad (“la semana que viene, a la misma hora y en el mismo canal”) y cada espectador va a su propio ritmo, ensimismado en una progresión personal de episodios y temporadas. Uno de los recuerdos más memorables de mi vida como televidente es de aquella mañana de un jueves a mediados de los 80 cuando los chicos de quinto grado nos reunimos en el patio de la escuela con la expresión horrorizada: los visitantes que llegan a la Tierra en son de paz en realidad eran… lagartos. Hoy esa catarsis grupal sería imposible: se impone el silencio. Ya escribí sobre la “etiqueta del revelación” en esta columna porque el tema me obsesiona. Para mí, la fobia comparte con el algoritmo (otro fenómeno de la era Netflix) una clase de cepo intelectual: alimenta los gustos previos, limita las posibilidades, refuerza los sesgos. La obsesión contra el revelación está provocando que dejemos de tener conversaciones profundas sobre la cultura, la ficción y el arte.

 

“¿Cuándo se decidió que ver la tele o leer libros deben ser actividades solitarias con las que no pueden dañar las opiniones de los demás?”, escribió la crítica estadounidense Lindsay King-Miller en la revista Vicio: “Gran parte de la gracia de ver producciones de ficción está precisamente en poder comentar lo que veo y escuchar las interpretaciones de los demás. No digo que mis preferencias deban determinar las de los otros, pero tampoco estoy dispuesto a aceptar que me tachen de paria”. A mí también me pasó: hace poco, en una charla de sobremesa con amigos, deslicé que el villano de cierta saga galáctica es el padre del héroe y fui reprobado con un sonoro chisssssst. La conversación se interrumpió aunque la película se estrenó hace cuarenta años. Superamos la fobia al revelación: una obra de ficción que nos marque debe tener algo más que el factor sorpresa. ¿O acaso no seguimos leyendo la odisea aunque sepamos hace 2.800 años que Ulises finalmente llega a destino?

 

Publicado en La Nación

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