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El segundo es el primero de los últimos

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«Como ya habrás comprendido, no te hemos seleccionado para encarnar a Harry…”. Las palabras del productor se agolparon en la cabeza del niño, ya acalorada y algodonosa, que apenas atinó a parpadear detrás de los cristales de los anteojos redondos que lo hacían tan parecido, ¡un calco!, al joven mago. Con ese veredicto, que tuvo el peso de una sentencia mortal, en la vida de Martin Hill se instaló la maldición del fracaso. Esa es la parábola de número dos, la melancólica novela del escritor francés David Foenkinos recién publicada acá: una versión ficticia, pero fatalmente realista, del derrotero del niño que llegó a estar entre los dos finalistas para interpretar a Harry Potter en el cine hasta que eligieron a Daniel Radcliffe, el otro. No hay consuelo para la medalla de plata: el segundo es el primero de los últimos.

 

es número dosel escritor David Foenkinos cuenta la historia del niño que pudo ser Harry Potter (y no fue) y la maldición del fracaso.

 

Que se sepa: Martin Hill existió y estuvo a un paso de ser una celebridad internacional cuando fue uno de los dos chicos que estuvo en la última instancia de selección para protagonizar Harry Potter y la piedra filosofal, la primera de las ocho películas de la saga mágica. Pero después no se supo más de él. Músico y escritor exitoso, Foenkinos se fascinó con el niño que no tuvo “ese algo extra” que los directores de casting sí vieron en Radcliffe y entonces imaginó su vida como hijo de padres divorciados, algo flacucho pero con porte enérgico, varado en un limbo doméstico entre Inglaterra y Francia, víctima de episodios de ira y depresión con el estreno de cada película. Ahí donde Hill empieza a creer que su propia vida se parece a la del pequeño mago, con dementores que se empeñan en multiplicar sus tormentos, la novela se pregunta por el peso de un fracaso en la existencia: ¿ofrece alguna enseñanza para la redención o es pura pérdida?

 

En sintonía con un fenómeno de la época, número dos se enfoca en la narrativa de los perdedores. Hay un aluvión de libros, seminarios y talleres sobre la épica del fracaso, pero no es cierto que todo lo que sucede conviene ni que lo que no te mata te hace más fuerte (perdón, Nietzsche). No siempre el fracaso eventual o la falla persistente son precuelas de un éxito. ¿Tiene sentido sufrir por no ser Mozart cuando uno nació con las manos de Salieri? Parece paradójico pero el exitismo actual nos convenció de las virtudes del fracaso, como si fuera uno de esos cartones de promoción que dan las heladerías para completar a cambio de un obsequio: “Cada nueve fracasos le regalamos un éxito”. No es cierto que el azar siempre sea una fuerza positiva que nos conduzca hacia un momento venturoso, porque puede que nos lleve hasta el pifie o la tragedia, ni que el fracaso vaya a desembocar a la fuerza en un éxito. Simplemente se pierde.

 

“Al interpretar un papel, sucede que a veces uno se encuentra a sí mismo”, escribe Foenkinos. A Martin Hill no le tocó hacer de Harry Potter sino del niño que no fue y la vida milagrosa que no tuvo marcó toda su vida real. “A veces me digo que me han robado mi vida”, se lamenta el niño ante lo que le fue quitado en el último minuto, desvalido frente al destino torcido. Tal vez la existencia se limita a eso: una sucesión de desilusiones que con suerte llevan a la aceptación del fracaso y la gestión del dolor porque es insoportable vivir pensando que otra persona ocupa el lugar de uno.

 

Publicado en La Nación

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